Cómo divertirte haciendo el Camino Francés

Camino Francés

Hacer el Camino de Santiago puede sonar, para mucha gente, como una experiencia espiritual, de esfuerzo físico o de introspección. Y sí, tiene todo eso. Pero si decides recorrer el Camino Francés, también vas a descubrir que hay mucho más: pueblos donde el tiempo parece ir más despacio, comidas que te reconcilian con el hambre y con la vida, lugares que se te graban sin pedir permiso, y personas con las que acabas compartiendo bromas, anécdotas y hasta ampollas. Este camino también puede ser muy divertido, incluso en los tramos duros.

No necesitas planear cada paso para pasarlo bien. Lo importante es tener el ánimo abierto, una pizca de curiosidad y dejar que las cosas vayan sucediendo. Porque en el Camino Francés, si te relajas un poco, te das cuenta de que hay más de lo que parece: ratos de ocio que te llenan de energía, ideas espontáneas, planes sencillos que acaban siendo inolvidables.

 

Encontrar el ritmo y disfrutar del camino

Una de las cosas que más marcan la experiencia es que cada quien camina a su ritmo. Lo que en la vida diaria a veces se ve como un defecto —ir lento, parar mucho, no tener prisa— aquí se convierte en una ventaja. Y es precisamente eso lo que te permite encontrar pequeños momentos de diversión y descanso que no están escritos en ninguna guía.

En los primeros días, puede que estés más centrada en adaptarte: los pies, la mochila, el cansancio. Pero poco a poco te irás sintiendo más libre. Y es en ese punto donde empieza lo bueno: parar a tomar algo en un bar con sombra, unirte a un grupo de risueños coreanos que bailan en una plaza, o quedarte en una pequeña aldea porque hay una feria improvisada que no esperabas.

Caminar puede ser agotador, pero cuando te ríes a carcajadas en un albergue porque nadie se aclara con el idioma y aun así os entendéis, se te olvida el dolor de piernas. El ocio en el Camino no es programado. Surge de la gente, del entorno, de cómo decides tomarte cada día.

 

Pueblos pequeños, grandes momentos

Una de las cosas más gratificantes del Camino Francés es que atraviesa pueblos donde, de entrada, no esperarías mucho y sin embargo te acaban encantando. Porque el ocio aquí no se parece al de las ciudades. Aquí es más bien una pausa, una conversación con desconocidos, una cerveza fría mirando cómo cae la tarde, o una pequeña fiesta de pueblo que no sabías que iba a celebrarse.

En Cirauqui, por ejemplo, puedes acabar tocando una guitarra prestada en una cena comunal entre peregrinos. En Fromista, un grupo de señoras te invita a un bingo improvisado que organizan cada verano. En Belorado, los bares tienen carteles con frases absurdas que dan pie a bromas con quien se siente a tu lado. Y en Molinaseca, te puedes bañar en el río con gente de medio mundo, sin preocuparte por quién eres o qué haces en tu vida diaria.

Los pueblos pequeños del Camino Francés ofrecen ese tipo de ocio inesperado. No hay muchas discotecas ni espectáculos planificados, pero sí hay humanidad, ganas de compartir y pequeños lujos que no cuestan dinero: tiempo, conversación, comida casera, noches estrelladas.

 

Comer bien también es un plan

No hay que ser una experta en gastronomía para saber cuándo una comida te hace feliz. Y en el Camino Francés, eso pasa bastante seguido. El hambre con la que llegas a los pueblos después de caminar varias horas hace que cualquier comida sepa el doble de bien. Pero, además, hay lugares que se toman muy en serio el tema de alimentar a peregrinos.

Desde los desayunos con pan de verdad en Roncesvalles, hasta los guisos reconfortantes en Astorga, pasando por las tortillas gigantes de Burgos o las empanadas caseras en Galicia, todo tiene un sabor especial. Y si caminas con gente que va descubriendo contigo, compartir los platos es ya parte del ritual.

Muchos albergues ofrecen cenas comunitarias, y ahí también hay una especie de ocio tranquilo que no se nota en los folletos. Cocinar entre varios, poner la mesa en equipo, brindar con vino barato, pero con ganas, y terminar la noche hablando de todo y de nada con quien acabas de conocer.

Probar el queso de O Cebreiro, sentarte con calma a comer pimientos del padrón, pedir un postre con nombre raro solo por curiosidad… Son planes sencillos, pero que se vuelven parte de lo que recuerdas con más cariño.

 

Las personas que hacen el camino contigo

Puede que empieces el Camino sola, o con una amiga, o en pareja. Pero da igual, porque en pocos días ya formas parte de un grupo informal de gente que se va encontrando en diferentes etapas. Algunos se convertirán en confidentes temporales. Otros serán los que te animen cuando pienses que no puedes más. Y otros simplemente te harán reír con sus rarezas.

Ese compañerismo que se genera, casi sin proponérselo nadie, da lugar a situaciones divertidas. Juegos en mitad de una subida, desafíos absurdos tipo “el que llegue el último invita a la caña”, noches con juegos de cartas en albergues rurales, bromas internas que surgen a base de compartir cansancio y alegrías.

Además, como hay mucha mezcla de edades, nacionalidades y maneras de ser, las conversaciones nunca son iguales. Aprendes a no juzgar, a reírte más, a soltar el control. Y eso también es una forma de ocio: sentirte parte de algo sin exigencias, sin tener que encajar en ningún molde.

 

Momentos para ti, sin hacer nada

El Camino Francés tiene muchos tramos donde puedes estar en silencio y, aun así, sentir que estás disfrutando. Porque ese silencio también se disfruta: uno que no se vive en las ciudades, pero que aquí se vuelve un regalo. Hay quienes aprovechan esos ratos para escribir, para dibujar, para sacar fotos sin que nadie les apure.

También están los días de descanso. Puedes parar una noche más en algún pueblo bonito, dormir hasta tarde, lavar la ropa con calma, salir a tomar algo sin prisa, pasear sin mochila. Ese pequeño lujo de no caminar y dedicar el día a lo que te apetece, es una forma de cuidarte y pasarlo bien.

 

Joyas que te puedes llevar como recuerdo

Hay algo muy especial en llevarte un recuerdo del Camino que no sea solo una foto o una camiseta. Algunas personas buscan piedras con formas curiosas, otras se tatúan una concha o una fecha. Pero también hay quien prefiere una joya sencilla, que pueda usar después y que le recuerde todo lo vivido.

Hay joyerías que entienden bien ese vínculo emocional. En uno de ellos, la joyería CORMA, nos contaron que las piezas que más suele elegir la gente son aquellas con símbolos relacionados con el Camino: flechas, vieiras, cruces, caminos en espiral. También gustan mucho las que combinan materiales naturales con un diseño delicado, que no parezcan un souvenir cualquiera, sino algo que puedas usar a diario.

Una de las joyas que más conmueven a quienes la eligen es un colgante en forma de sendero, que tiene una línea sinuosa y sencilla. Dicen que representa el trayecto recorrido, pero también lo que aún queda por vivir. También se llevan mucho los anillos con inscripciones pequeñas, casi invisibles, que cada una puede personalizar.

Ese tipo de recuerdo tiene algo especial. No es ostentoso, no llama la atención, pero sí tiene peso. Es discreto, pero está cargado de significado. Y se nota que quien lo compra no lo hace por moda, sino por lo que ha sentido durante el camino.

 

Dejar espacio para lo inesperado

Una de las cosas más bonitas del Camino Francés es que nunca sabes del todo lo que va a pasar. Puedes tener una etapa planeada y acabarla de forma completamente distinta. Eso, lejos de ser un problema, se convierte en parte de la gracia. Y muchas veces, los momentos más divertidos son los que no se planearon.

Te puedes encontrar con una pareja de ancianos que toca música en una plaza. O con un grupo de italianos que montan una especie de karaoke en el albergue. O con una fiesta improvisada en un campo, donde alguien saca una botella y otros traen pan, queso y ganas de estar ahí.

Dejarte llevar es una forma de divertirse que, al principio, cuesta. Pero en el Camino se vuelve natural. Empiezas a decir que sí a cosas que en tu vida normal rechazarías sin pensarlo. Y eso te hace más abierta, más flexible, más feliz.

 

Lo que queda al final

Cuando terminas el Camino Francés, es normal que te acuerdes de los paisajes, de los kilómetros andados, de la entrada en Santiago. Pero también se te quedan grabados esos momentos de diversión que no estaban en el plan: las risas en medio del cansancio, la cerveza fría al sol, las comidas compartidas, los silencios que te reconfortan, los pequeños lujos de cada día.

Divertirse en el Camino es casi inevitable si te dejas sorprender. Y cuando vuelvas a casa y alguien te pregunte cómo fue, probablemente empieces hablando de una tarde en un pueblo perdido donde bailaste con gente que no habías visto antes, de una pulsera que te recuerda a una caminata dura pero alegre, o de esa amiga canadiense con la que ahora te escribes cada semana.

Porque el Camino Francés se ríe, se saborea, se comparte y se vive con ganas.

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